La noticia de la muerte del papa Francisco conocida en las primeras horas del lunes generó conmoción en todo el mundo. La magnitud de su figura trascendió fronteras no solo geográficas, sino también ideológicas y culturales.
El primer papa jesuita, y el primero originario de América Latina, trazó un nuevo camino al interior del catolicismo. Abrió puertas inesperadas y llegó a lugares a los que ninguno de sus antecesores había arribado.
Su sencillez, su calidez y su humildad lo posicionaron en un lugar diferente, con una impronta que no supo de mezquindades ni desprecios. Como tampoco de grandilocuencias.
El argentino más importante de la historia, según la definición de muchos, con su pontificado iniciado en marzo de 2013 marcó un antes y un después en la vida de la Iglesia. Impulsó el dinamismo pastoral en parroquias, diócesis y congregaciones solo con el propósito de alcanzar acciones y transformaciones significativas. E instó a toda la Iglesia a escuchar, a dialogar y discernir en comunión. Sin excepciones.
Conciliador y abierto a los cambios que las sociedades del mundo experimentan entrado ya un cuarto del Siglo XXI, hizo de la inclusión y de la tolerancia términos indisociables.
Su cercanía a los fieles generó en quienes no lo conocían, que lo reconozcan inmediatamente como un pastor. Durante 12 años visitó 66 países, con una clara predilección por las periferias.
El diálogo ecuménico e interreligioso fue otro de los aspectos por los cuales lo identificaron en todo el planeta, independientemente de quienes pudieron tildarlo de populista. Su convicción iba mucho más allá de las críticas.
Con su desaparición física, el papa Francisco dejó un legado fraterno, y una Iglesia más humana que desde hace casi una semana llora su partida.
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