El decomiso reciente de 26 kilos de cocaína en una de las rutas de acceso a Junín puso de manifiesto, una vez más, el avance del narcotráfico sobre la región.
Las ciudades “intermedias” parecen haberse convertido en los últimos años en los blancos apuntados por las organizaciones encargadas de distribuir y comercializar sustancias prohibidas.
Desde hace décadas el tráfico de estupefacientes es una amenaza constante para las comunidades de todo el mundo. Esta consolidación es hoy una realidad a los ojos de quien quiera ver y de quien no, que atraviesa en muchos casos al poder político y al capital social, como así también a las fuerzas de seguridad.
En lo que refiere a nuestro país, Rosario y el conurbano bonaerense, de cercanía geográfica e inmediata a Junín en ambos casos, han sabido establecer (y sostener) en el tiempo escenarios propicios desde donde se tejen redes narco que imponen condiciones y establecen barreras territoriales a fuerza de disputas y muertes, sembrando terror.
El lavado de dinero, el surgimiento de economías paralelas y la violencia enquistada en lo cotidiano alimentan un cuadro del que no escapa sector social alguno, y que parece diseminarse cada vez más velozmente.
El consumo indebido de sustancias ilegales no solo pone en riesgo a nuevas generaciones, sino que erosiona también las bases de una comunidad. Limita, por cierto, recursos a muchos y engrosa bolsillos de otros, quienes se auto perciben impunes y dueños de la vida de terceros.
Lamentablemente.
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