En ocasiones, parece que los argentinos llevamos en nuestras venas el don de la opinión. Siempre tenemos una respuesta infalible para cualquier problema, nos consideramos los mejores asesores, los genios detrás de la solución de la inflación.
Pero me pregunto, ¿Cómo se sentirán los médicos al escuchar a tantos autoproclamados expertos al diagnosticar y recetar soluciones? A mí me sucede algo similar cuando escucho o leo a personas hablar sobre educación y la realidad que enfrentamos dentro del aula. En el amplio espectro de las discusiones sobre educación, todos podemos tener una opinión, ya seamos padres que cuestionan o alaban la enseñanza que reciben nuestros hijos. Sin embargo, desde mi perspectiva, considero que aquellos que deberíamos tener una voz más sólida y autorizada somos nosotros, los docentes.
A lo largo de mis 15 años como docente de inglés, he tenido la oportunidad de transitar diversas escuelas, no solo en Junín, sino también en otros distritos. Durante este tiempo, he sido testigo directo de los desafíos que enfrenta la educación en Argentina, como la desigualdad socioeconómica y la falta de capacitación docente, por mencionar algunos. He enseñado en varias escuelas de zonas vulnerables, donde la pobreza y la escasez de recursos son una realidad cotidiana. Esta realidad se ve agravada por la falta de inversión en educación, lo que se traduce en infraestructuras precarias, escasez de materiales didácticos y falta de acceso a la tecnología.
Estas limitaciones dificultan el desarrollo integral de los estudiantes y obstaculizan su inserción en un mundo cada vez más digitalizado.
Sin embargo, la disparidad en la calidad de la educación se acentúa aún más en la brecha existente entre las escuelas públicas y privadas. Esta lamentable situación refuerza las inequidades y perpetúa la división entre aquellos que pueden acceder a una educación de calidad y aquellos que no. Es importante destacar que esta diferencia no tiene relación con los docentes, quienes somos los mismos que transitamos por todas las escuelas, sino más bien con las desigualdades socioeconómicas que existen en nuestra sociedad. Lograr que una escuela pública sea competitiva con una privada exige mucho compromiso político y tiempo.
Recientemente un estudio de “Argentinos por la Educación”, publicó un informe en donde los datos muestran que 1 de cada 2 estudiantes de tercer grado no comprenden lo que leen, sumado a que aproximadamente el 60% de los niños en Argentina se encuentran por debajo de la línea de pobreza. Esto convierte a la tarea de educar en un gran desafío. Es desgarrador presenciar cómo muchos de mis alumnos, luchan día a día por tener acceso a lo más básico para su desarrollo: una alimentación adecuada, ropa y materiales escolares. Es imprescindible comprender que la desigualdad social no solo afecta a nivel material, sino que también deja cicatrices emocionales y psicológicas en nuestros alumnos. Cada día, me enfrento a la lucha interna de tratar de brindarles un espacio seguro y motivador para aprender, mientras sé que existen barreras que escapan a mi control y que afectan su bienestar.
Además, es crucial reconocer que la falta de capacitación docente se convierte en un obstáculo significativo en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Los docentes desempeñamos un papel fundamental en la formación de los estudiantes, pero muchos de nosotros nos vemos privados de oportunidades de actualización y formación continua. La educación evoluciona constantemente y es imprescindible que estemos preparados para enfrentar los desafíos del siglo XXI.
Es lamentable constatar que nos encontramos atrapados en un modelo educativo que aún perpetúa la resistencia de algunos docentes hacia el uso de la tecnología. En lugar de ello, deberíamos abrazarla como una herramienta poderosa para potenciar el aprendizaje y abrir nuevas oportunidades para nuestros estudiantes y así prepararlos para los empleos del futuro.
Además, resulta angustiante que muchos de nosotros nos veamos obligados a asumir una carga excesiva de trabajo, impartiendo más de 12 cursos, simplemente para poder sobrevivir con nuestros sueldos. Los “docentes taxis”, y la mística de esa itinerancia; las jornadas institucionales que podrían ser instancias aprovechadas como espacios de reflexión y generación de propuestas concretas. Sin embargo, en mi experiencia, a menudo se centran en discusiones repetitivas sobre los mismos temas sin llegar a soluciones tangibles. Me encantaría ver un mayor enfoque en la implementación de ideas innovadoras y estrategias prácticas que mejoren la calidad educativa.
Es en ese interminable diciembre, cuando nos encontramos sentados en las instituciones sin realizar actividades productivas, que podríamos aprovechar para planificar y articular propuestas significativas junto a nuestros colegas.
El gran dilema del ausentismo docente nos enfrenta constantemente a la culpa y la responsabilidad, mientras que los estudiantes parecen quedar exentos de cualquier consecuencia. Ya no importa si solo vienen dos veces al mes o si llegan 40 minutos tarde todos los días. Ni siquiera se menciona cuando su comportamiento problemático afecta severamente al docente, en muchos casos dejándolo psicológicamente afectado.
Pero no, siempre la culpa recae sobre el docente. Nos persiguen como la Inquisición persiguió a los herejes, exigiendo planificaciones, diagnósticos y actividades impresas. Parecen genios de la burocracia y la ecología, con su amor por el papel y su indiferencia hacia el medio ambiente, considerando que cada tonelada de papel que se elabora demanda unos 15 árboles y 225.000 litros de agua.
Algunos directivos me evocan la canción «Another Brick in the Wall» de Pink Floyd. Son como los muros que nos separan, obstaculizando nuestro camino y negando nuestra libertad de enseñar y guiar a nuestros estudiantes. Nos sentimos atrapados en un sistema que nos responsabiliza desproporcionadamente y nos despoja de la autonomía que tanto necesitamos para marcar la diferencia en la educación.
Es hora de romper esos muros, de cuestionar el sistema y de reconocer el valor y el esfuerzo de los docentes. Necesitamos un cambio que nos permita brindar una educación de calidad sin ser constantemente señalados y castigados. Nuestro compromiso y dedicación merecen ser reconocidos y valorados, porque en nuestras manos está el futuro de las generaciones venideras.
Por otro lado, es menester resaltar y celebrar la labor excepcional de muchos directivos y preceptores, su compromiso inquebrantable se manifiesta en cada palabra de aliento que nos empuja a seguir adelante. Su labor trasciende las responsabilidades administrativas, pues son guardianes de sueños y forjadores de futuros brillantes. En cada interacción con ellos, sentimos la calidez de su empatía, desafiándonos a alcanzar nuestra mejor versión.
Creo firmemente en la importancia de la educación y su poder transformador.
Este desafío no es solo mío, sino de todos nosotros. Es hora de comprometernos profundamente, de tender la mano y construir un futuro más justo y equitativo para nuestros estudiantes. Solo así podremos superar los obstáculos que la desigualdad impone en el aula y brindarles a nuestros alumnos la oportunidad que se merecen: una educación que les abra puertas, los inspire y les permita forjar un camino de éxito y realización personal.
(*) Profesora de Inglés
Especialista en Educación Superior y TIC
Integrante del Ateneo Raúl Alfonsín – UCR
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