La consolidación de la democracia moderna, aquel glorioso retorno que se produjo de la mano de Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983, nos tiene que enorgullecer, pero a su vez exigir no conformarnos.
Crisis económicas sucesivas, pobreza estructural, inflación desmedida, déficit fiscal, desempleo creciente, corrupción, magra calidad dirigencial e institucional. Palabras y hechos reiterados y, tristemente naturalizados por varias generaciones, en estos 40 años.
El resultado de eso, desencanto, insatisfacción y desilusión. Votar, para una porción importante de los ciudadanos de a pie, se transformó en una molestia, por la pérdida de esperanzas de que algo cambie.
El problema, no es, ni fue, la democracia en sí misma como sistema, el problema y malestar es con gran parte de la clase política, a la que esos ciudadanos no la vieron tomar las riendas para ordenarla, y que, por el contrario, desembocaron en un deficiente resultado económico y socio cultural de nuestro país.
A contramano del mundo. Los países que crecen deberían se nuestro modelo a seguir, no se trata de una genialidad, sino de una obviedad. Sin embargo, nuestro país, parecería tener una rebeldía adolescente crónica, buscando insistentemente la “mala junta” (Venezuela, Cuba, ejemplos suficientes), y, promoviendo así, la involución democrática.
Siempre se ha hablado de pasado, de presente, ¿y de futuro?, no hay tiempo, la frase hecha, las medidas efectistas, la demagogia, los cortes de cinta, han sido una constante. El mediano y largo plazo, la continuidad de políticas públicas, que trasciendan los gobiernos, deberán esperar.
Sin embargo, no debemos olvidar que, como sociedad, tenemos el desafío de revertirlo, y esto se hace votando, ejerciendo nuestros derechos democráticos. No dejemos de votar, y, si votamos, que no sea con la lógica del menos malo. Somos nosotros, los argentinos, los que podemos encumbrar a más y mejores dirigentes.
Esto último, no se subsana con una sola elección, claro está, sino que, la constancia en el ejercicio de la democracia irá encaminándonos hacia la mejor propuesta electoral. Pero debemos participar, social y políticamente, además de, esforzarnos en hacer de nuestras futuras generaciones, una dirigencia virtuosa.
No está todo perdido, por el contrario, queda mucho por hacer.
Pensar en un proceso de recomposición, en el que, democracia y política sean compatibles, hace necesario el surgimiento de liderazgos fuertes, con capacidad de dialogo, consenso, sin grietas, con alto respeto institucional, decentes, conocedores y respetuosos de los derechos de los argentinos, pero sin olvidar lo esencial, que tengan un PLAN.
Líderes con planes de largo plazo, deuda de la democracia. Tener la visión social y la constancia de consolidar procesos alternativos a los recurrentes fracasos, también.
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