Me encuentro en una encrucijada de emociones y pensamientos. No escribo desde una ideología, ni desde la izquierda, ni la derecha, ni el centro. Las escribo desde el único lugar que hoy me interpela con fuerza: el del ser humano.
Vivimos en un tiempo en que la sociedad parece ensimismada, atrapada en su propio reflejo. El individualismo se ha vuelto norma. Mirarse el ombligo es más cómodo que mirar al costado. ¿Será que así duele menos? Sin embargo, a nuestro alrededor la realidad grita: cada vez hay más personas durmiendo en la calle, jubilados que no pueden pagar sus medicamentos, familias enteras que no logran sostener un alquiler, hospitales desbordados y un Estado que no da respuestas a quienes han quedado fuera del sistema.
Y lo más doloroso no es sólo esa injusticia, sino el silencio con el que la sociedad parece haberla naturalizado.
Cuando las personas viven para tener, acumular y consumir, se pierde el sentido profundo de lo que es ser. Y sin ese “ser”, sin esa conexión esencial con el otro, la empatía se desvanece. La deshumanización no es un fenómeno lejano: es cotidiana. Se refleja en la indiferencia, en la frialdad, en el desprecio por el débil.
Es como si toda expresión de solidaridad fuera automáticamente asociada a una bandera partidaria. Como si preocuparse por el prójimo implicara estar alineado con algún “ismo”. Pero no hablo desde ningún partido. . Desde un lugar profundamente humano. Porque preocuparse por el otro no es una doctrina. Es una urgencia.
El filósofo Emmanuel Levinas nos recuerda que el rostro del otro me interpela, me llama, me obliga. Allí nace la ética: no en las leyes ni en los sistemas, sino en el encuentro. En la mirada. En la presencia. Cada vez que negamos ese rostro, retrocedemos un poco más como comunidad.
Al mismo tiempo, vemos cómo desde el poder se multiplican los pedidos por cárceles más grandes, más frías, más deshumanizadas. Como si el castigo fuera la única respuesta, como si el delito creciera en un vacío, y no como consecuencia directa de la miseria, de la exclusión, de la falta de oportunidades. ¿Qué clase de sociedad queremos construir si seguimos cultivando esta indiferencia?
Porque no hay bienestar individual posible si el entorno se desmorona. El ascenso social de algunos no puede darse a costa del deterioro de las mayorías. No se trata solamente de tener más o menos dinero. La vida no pasa solo por el bolsillo. También —y quizás sobre todo— pasa por el sentido de servicio, por la empatía, por el compromiso con los demás.
Y en ese camino, quiero recordar también a la Madre Teresa de Calcuta, quien solía decir que “quien no vive para servir, no sirve para vivir”. Porque no hay mayor bienestar que el que se genera al ponerse al servicio de los demás. No se trata de caridad, sino de justicia. No se trata de lástima, sino de dignidad. Y es ahí, en esa elección profunda de mirar y actuar, donde todavía podemos torcer el rumbo.
Y antes de que sea demasiado tarde, pensemos también que cada vez que elegimos democráticamente a nuestros representantes, estamos decidiendo, de algún modo, qué tipo de sociedad queremos construir: una más humana, más empática, más justa; o una que siga profundizando la indiferencia y la exclusión.
Martín Repetti
DNI 25034450
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