Hace tiempo que las casas dejaron de hablar. No sé cuándo fue exactamente —quizás cuando el último vecino se atrevió a pintar las persianas de verde inglés y todos lo miraron como si hubiese cometido un crimen cromático—, pero hoy, los barrios parecen un ejército de silenciosos soldados color arena, marchando en formación hacia el altar de la neutralidad.
El beige manda. El gris ratón obedece. Y el blanco roto, pobre mártir, intenta poner un poco de emoción, pero ya nadie lo escucha.
Recorré cualquier barrio nuevo. Vas a encontrar fachadas que parecen productos de laboratorio: sin alma, sin piel, sin historia. Tonos neutros, como si la pintura viniera con ansiolíticos de fábrica. Todo tan homogéneo que podrías mezclar las casas entre sí y nadie se daría cuenta, como si un algoritmo de inteligencia artificial hubiera diseñado el paisaje suburbano con miedo a ofender.
Y uno se pregunta: ¿en qué momento el color se volvió sospechoso?
Antes las casas tenían personalidad. Había la del loco que pintaba el frente de celeste Caribe porque le recordaba unas vacaciones que jamás pudo pagar. La del que mezclaba ladrillo, piedra, y un naranja de dudosa procedencia pero de absoluta convicción. Hasta la del que, en un arrebato poético, decidió poner una puerta roja “para espantar la mala suerte”.
Hoy, todo eso sería imposible. Las nuevas urbanizaciones tienen reglamentos que prohíben, casi explícitamente, la alegría. “Paleta cromática sugerida”, le llaman, pero todos sabemos lo que significa: no te atrevas. No te salgas del beige. No hagas olas con tu casa.
El color se volvió un acto subversivo. Pintar una fachada de azul profundo es casi un gesto punk, una rebelión estética contra el buen gusto estándar y las fotos de Pinterest. Porque claro, el ideal aspiracional contemporáneo es vivir dentro de una foto bien expuesta, con luz difusa y sin sobresaltos visuales.
Nos vendieron la idea de que el gris transmite elegancia, que el arena es sinónimo de calma, y que el blanco es “atemporal”. Pero nadie te dice que el conjunto entero —esas calles clonadas, esas viviendas que parecen renders materializados— transmiten una tristeza silenciosa, un aburrimiento de catálogo.
Como arquitecto, me resulta casi tierno el intento desesperado por borrar el error, por neutralizar cualquier trazo humano. Pero como persona, no puedo evitar sentir que esa neutralidad estética es el espejo de algo más profundo: un miedo feroz a mostrarse, a decir “esto soy yo”.
El beige, en el fondo, es el camuflaje emocional de la clase media aspiracional. Es el disfraz de la sobriedad. “No quiero llamar la atención”, dicen, mientras construyen casas que parecen hospitales boutique.
Y sin embargo, lo entiendo. Mostrar color es exponerse. Pintar una pared de verde salvia o de terracota quemado es un riesgo. Puede que te critiquen. Puede que tu vecino te deje de saludar. Puede que tus suegros te miren con cara de “qué necesidad”.
Pero el mundo ya tiene suficiente gris, literal y metafórico. Y si la arquitectura no sirve para emocionar un poco —aunque sea a través de un estallido de color en la esquina de una cornisa—, entonces solo estamos construyendo cajas bien ventiladas para vivir dentro hasta que se acabe el beige, o el planeta, lo que ocurra primero.







